jueves, 13 de enero de 2011

Frozen cocaine

Yo antes metía coca, y no una cualquiera. Era de buena calidad. Cuando me encontraba con Fredo en la esquina de Cantón de San Bieto, bajo lo que queda de casa de Manuel Murguía, justo al lado del Avante, el fulgor blanquecino despertaba en mi cerebro el recuerdo del último tiro y, con artimañas teatrales varias, acababa pagando los 60 por gramo que estipulaba el libre mercado y metiéndome en el pub nacionalista a empezar la noche introduciendo la polvareda blancuzca -"blanco seme", que diría Ferrín-, por la napia que al mismo tiempo, y sin que uno y otro acto se interrumpiesen, sorbía los efluvios orinales que subían del retrete, dándole al esnife un tono crepuscular más propio de los fumaderos de opio frecuentados por Dorian Gray que de un bareto comprometido con el futuro de una revolución nacional que, con el paso del tiempo, se filtra y desaparece ahogada en la conciencia social  como la escarcha entre las arenas del desierto.



Pero lo mío no era un vicio nocturno. Empezó como una necesidad. Harto de estudiar periodismo en una Facultad de Ciencias de la Comunicación de Santiago en la que los profesores pasaban las clases teóricas leyendo sus folios sin levantar la vista y las prácticas rascándose los cojones en la cafetería o inventándose quehaceres absurdos para justificar su abultado sueldo, surgió la oportunidad de empezar a trabajar. Nada importante, ni tan siquiera legal, sin contrato ni nada, vamos: repartir folletos de una clínica dental de 10 a 2 de la tarde. 30 euros al día, cinco días a la semana, 150 limpios todos los viernes, sin retrasos en el pago, sin papeleo con hacienda.

Lo único malo del trabajo era su horario. Despertar por las mañanas es algo que desde adolescente me cuesta un riñón y parte del otro. Mis hábitos en lo que al sueño respecta son confusos, desordenados y poco productivos. No suelo dormir por las noches, Morfeo me hunde en la más soporífera modorra después de comer y me induce al sueño durante las tardes. Cuando despierto es de noche y, además de leer, ver películas y pasear por el casco viejo en penumbra, nada hago de provecho.

Por ello, empecé a tomarme un café sólo con hielo antes de pasarme a recoger el carrito con los folletos de la clínica. Pero pasarse tres horas andando y con los nervios a punto de salirse por los poros de la piel - es un trabajo simple, meter folletos en un buzón, pero lo dificultoso estriba en llegar al buzón: una masa informe de voces repugnantes y chillonas a través del telefonillo, señoras de la limpieza mefistofélicas y los poco frecuentes pero implacables  porteros de edificio convertían las calles de Compostela en un campo minado de insultos, portazos y huídas vergozantes por miedo a recibir un escobazo-  destroza a cualquiera. Y el café no bastaba.


  Giovanni Bellini- La resurrección de Cristo, 1479. 


Cristo resucitó al tercer día. Yo, a la tercera jornada, caí en un cansancio plagado de agujetas que, servido en el mismo plato que las dificultades para dormir, me llevó a pasar horas tirado sobre el colchón con los ojos enrojecidos del somnoliento y los dolores de músculo del atleta después de los 300 metros vallas.

Y surgió la coca. "Sí, tendré más problemas para dormir, pero estaré más activo, no perderé tantas tardes durmiendo, podré trabajar con eficacia y si todo va bien, salir de la Tita a las 9, pasarme por cualquier bar a desayunar e irme a trabajar plenamente capacitado para realizar estoicamente y con precisión los ejercicios de estrategia publicitaria necesarios para entrar en un edificio y salir vivo de él sin que nadie te haya visto", pensé.

Me convencí definitivamente de la necesidad de consumirla cuando una mañana, nuestro jefe, un yonqui del buzoneo publicitario que dirigía el reparto señalando sobre un mapa las zonas a cubrir como si de un general explicando a sus aviadores los edificios a desplomar se tratase, decidió que debíamos dar un paso más allá: no bastaba con meter los folletos en el buzón, había que llevarlos más cerca de la gente, y, ¿qué mejor forma de hacerlo que diseñando unos folletos con forma de colgador para despositar en los pomos de las puertas?

Esto supuso un aumento del esfuerzo físico -bajar una media de 10 pisos por las escaleras después de haber puesto con extremado sigilo el colgador en el pomo de todas y cada una de las puertas de todos y cada uno de los edificios de las calles señaladas por el dedo militar del jefe era agotador, y más cuando no había ascensor y tenías que subir andando, entonces, acababas por salir del edificio con las rodillas temblando por el esfuerzo de doblarse en cada peldaño y desplomándote unas cuantas veces en el suelo, como un muñeco al que sin aviso previo le han secuestrado al ventrílocuo, por el dolor de articulaciones- y triplicar la tensión nerviosa: la gente, saturada de programas de sucesos en los que desconocidos violan y despedazan  a viejas en sus casas después de haber llamado al timbre para venderles una enciclopedia, ha desarrollado un extremadamente agudo sentido del oído, de tal forma que, cuando el folleto en forma de colgador rozaba el pomo de metal, originaba un breve sonido metálico acompañadao por un seco golpe -producto de dejar caer el folleto sobre el pomo balanceándose como el péndulo de un reloj de pared- y entonces, las voces surgían detrás de la puerta preguntando ¡¿Quién es?! ¡¿Quién anda ahí?! Una sacudida eléctrica me recorría el cuerpo y mi cerebro ordenaba a las piernas ponerse en movimiento y bajar las escaleras a toda velocidad, esconderse en el ascensor y esperar unos instantes, para que todo se calmase de nuevo y seguir colgando folletos.

Así, me dedicí a desayunar una nutritiva raya de cocaína todas las mañanas, una hora antes de entrar a trabajar, para que, pasados los primeros momentos de euforia, pudiera estar delante del jefe y recoger los folletos sin que sospechase nada. Curiosamente, éramos los empleados los que sospechábamos que la animosidad del jefe en sus explicaciones y su empeño en convertir el reparto publicitario en una invasión militar organizada al milímetro era fruto inequívoco de meterse algo más duro que la coca al empezar sus jornadas laborales.

Desarrollé una gran capacidad de aguante físico y mental, el subidón inicial iba dejando paso, a lo largo de las tres horas de trabajo, a una calmada agudeza de los sentidos que te hacía prever que alguien subiría en el ascensor, que alguien te expiaba por la mirilla o que alguna anciana repelente estaba a punto de abrir la puerta en la que estabas colgando el folleto para bajar a buscar el pan. Así, mi eficacia laboral se triplicó y me convertí en el mejor de los repartidores del equipo. Y si había algún problema, la coca me sacaba de mi tradicional mutismo y me impelía a defenderme verbal y físicamente de las molestias que me causaban.



Todavía recuerdo una mañana en la que, repartiendo por la calle del Hórreo, llamé al octavo A del número 96 y un despreciable anciano responidó a mi educada petición de que me abriese el portal insultándome, a lo que yo, pensando que ya había abandonado el telefonillo contesté "joder, menudo maleducado" y continué en el siguiente edificio. Cuando estaba a punto de entrar en él, un señor vestido de traje me preguntó: "¿oiga, eres tú el que me llamó maleducado?" a lo que contesté, craso error, afirmativamente. Habiendo cogido a su presa, el arrugado muchacho peleón soltó toda clase de improperios que escuhé con calma hasta que pronunció la frase prohibida: "Tú lo que eres es un mierda que trabajas en esto porque no vales para otra cosa, lo que eres es un subnormal".

Cuando nací, un médico, ante la preocupación de mi madre por las extrañas formas de mi cabeza, le dijo a la pobre recién parida que en realidad yo era un niño subnormaloide que con el paso del tiempo se quedaría ciego, sordo, y probablemente moriría en pocos años. Desde entonces, la palabra subnormal provoca en mí un estallido de cólera irrefrenable y si además alguien insinúa que mi valía personal se circunscribe únicamente a repartir folletos -cosa de la que me siento orgulloso, pero no es lo único que sé hacer ni lo que aspiro a realizar durante el curso de mi vida- entonces, la palabra subnormal se cruza con la palabra incompetente y la lío.



Raudo y veloz, como un Taras Bulba en pleno ataque, lo cogí de las solapas y me puse a gritarle a dos centímetros de su cara mientras lo movía hacia adelante y hacia atrás como si fuese un pelele. Después de soltarlo se dió la vuelta y se dirigió hacia su edificio, y cuando estaba a punto de entrar, se dió la vuelta y volvió a llamarme subnormal. Solté la carpeta con los folios en los que cada repartidor anota el número de edificio y de buzones mancillados, pegué una patada al carrito, que vomitó todo su contenido por la calle, justo delante de la entrada del Parlamento, cubriendo la mitad del asfalto con una bonita alfombra de ofertas de limpieza bucal, y me lancé a por el viejo con el puño en ristre. La policía que custodia el Hórreo se acercó al portal, un grupo de señoras que volvían de la compra me rodeó, apartó al anciano, que volvió a su morada, y las amables ancianas me calmaron ofreciéndome amablemente abrirme todos los portales de sus edificios y respetar mi trabajo. Si no fuera por ellas, habría tirado al anciano al suelo y luego habría lanzado mis 75 quilos sobre sus huesos con las rodillas como punta de lanza y los codos como armas supletorias con las que destrozarle las costillas y hundirle el diafragma hasta que rozase la columna vertebral.

Por lo demás, todo marchaba y el negocio se extendió a otras ciudades: mi amada Rianxo, de la que durante mucho tiempo me encargué yo sólo del reparto, y Boiro, una pequeá villa costera que siendo horiblemente fea en lo que a la zona "urbana" se refiere era maravilosa por sus playas vacías, llenas sólo con la presencia silenciosa, calmada y laboriosa de las mariscadoras que, con los riñones doblados sobre la superficie del agua, cultivaban sus tesoros y limpiaban de algas el horizonte. Muchas veces, en los días cercanos al verano en los que el calor apretaba, ajustaba mi recorrido de tal forma que tuviese que pasar necesariamente por las playas y, toamndome media hora de descanso, me desnudaba y me zambullía entre las horas durante unos minutos de extrema paz en las que Poseidón devolvía a mis músculos al estado de calma con el suave y periódico toqueteo de las olas sobre mi espalda y mis sudadas piernas. Era la manera más rápida de desconectar durante unos minutos y volver a la faena para la que quedaban sólo un par de aceras de casas bajas y luego, volver a Santiago en coche ya perfectamente descansado, palneando durante el viaje los divertimentos de las tarde.



Todo esto acabó por la estulticia de una masa de gentiles que, considerando el reparto de folletos la más grave violación de sus derechos, en lugar de ocupar su tiempo en protestar por cuestiones más graves -la subida del IPC, los inicios de la crisis, las malas condiciones laborales del común trabajador, el estado calamitoso de las calles de Santiago, operadas a última hora a asfalto abierto a penas a unos meses del Xacobeo- se dedicó a saturar las líneas telefónicas de la clínica para la que trabajábamos con protestas. El jefe, aceptando que aquello era su Vietnam, mandó enfudar los sables, y volvimos a la vida civil, sin dinero, y sin ganas de volver a pisar la facultad.

Pedí prácticas en la Xunta y me pasé tres meses sentado delante de un ordenador esperando a que alguna nota llegase para colgarla en la web. Tres meses de tedio agudizado por la estupidez de la mayor parte de los que me rodeaban y agravado por el hecho de que el sueldo, 500 euros mensuales, no llegaría hasta acabado el suplicio, porque la USC había decidido, sin dar explicación alguna, retener los salarios de los becarios destinados en la administración autonómica. Ahora hago prácticas en el gabinete de comunicación de un ayuntamiento pequeño pero con pretensiones situado cerca de Santiago. Me pagan 180 euros mensuales a partir del día 15 de cada mes y me aburro, aunque quizá no tanto, como lo hacía en la Xunta.

He tenido que dejar la coca, el dinero no me llega, y la coca no alimenta ni paga el alquiler. Pero no puedo dejar de pensar en ella y hasta hace poco pasaba las noches discurriendo una forma de realizar algún acto con un cierto aire de religiosidad y al mismo tiempo mecánico y con tintes de suciedad que provocase en  mi cerebro, a través de la memoria, las mismas sensaciones que sentía después de esnifar.

Y la encontré. Una noche lluviosa de tantas en las que Morfeo no hacía acto de presencia y el apartamento estaba lleno de mierda por desidia, decidí ponerme a limpiar y me topé con el congelador cargado de hielo, o nieve, tan blanca y refulgente como la coca, pero producida por obra y gracia de una simple nevera. Y gratis.


Os parecerá una locura. A mí, en un primer momento me entró la risa y me costó bastante contenerme, pero pasadas las carcajadas, cogí un cuchillo, raspé un poco de "nieve" que recogí en un plato sopero, me senté en la mesa, y con todo el material quirúrgico necesario - algo con un fondo negro, como la carpeta que utilizaba para llevar los apuntes a la facultad; una tarjeta de crédito o similar, en mi caso, una del Vitrasa; y un billete bien enrrolladito- y comencé la operación "Frozen coca".



Fué como si un hacha con filamento de hielo se me clavase en las fosas nasales y los pulmones, como si un diminuto hombre de hielo se lanzara a la conquista de los bronquios y mi cerebro, que vió que mi cuerpo realizaba un acto similar al realizado muchas mañanas pero con otro producto que no quiso identificar -porque yo se lo impedí, si lo hubiera hecho no habría logrado la reconquista del placer- produjo lo que esperaba: la teatralización neuronal de un subidón, pieza dramática tan bien interpretada que a día de hoy, me mantengo como en los buenos tiempos: despierto, lúcido, hipersensitivo y con mucho mejor humor.


Todas las mañanas, antes de coger el interurbano que me lleva al trabajo, me meto un poco de escarcha por la nariz y simulo, durante el resto del día, haber consumido nada más levantarme una buena porción de polvo colombiano, y así, la vida vuleve a ser de un blanco semen excitante.



 

Tengo la convicción moral de que Tuco, esté donde esté, se siente orgulloso de mí como yo de sus enseñanzas. 
¡Va por ti, Maestro!


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