miércoles, 18 de febrero de 2009

...y, a pesar de todo, nos gusta Bertolucci


Sólo he visto dos películas de Bertolucci. En ambos casos acabé con la misma sensación: es capaz de crear un papel en el que descansa la película, de dotarlo de su máxima capacidad para desprender sens(x)ualidad y de darselo a un actor/actriz que supera con creces lo que el espectador esperaba de él. Pero luego, con el resto de personajes que han de acompañar a ese pilar del film, parece perder el olfato y cede el espacio de encuadre a tipos melifluos como Michael Pitt.

Nadie puede discutir el hecho de que El último tango en Paris es, en lo que a los actores/actrices respecta, una película de Marlon Brando. Lo demuestra el hecho de que cuando desaparece de pantalla, desaparece la intensidad de la mirada con la que escrutamos la imagen, su imagen, recreandonos en su visión, sus ademanes, su gestualidad, su manera de caminar, de mirar... Nadie está a su altura, y por si ello fuese poco decepcionante, Jean Pierre Léaud...: sobra.

Es ese tipo de interprete del que uno piensa que debería haberse retirado a tiempo para mantener el aura de su imborrable figura en un papel que le llevó a la cumbre del cine: y en el caso de Léaud, quizá debería haber pensado que tras Los cuatrocientos golpes, nada le reservaba el celuloide. Es como si el hecho de haber madurado a nivel personal le hubiese condenado a perder la luminosidad que irradiaba de adolescente en el filme de Truffaut, director que le exprimió al máximo hasta dejarlo hecho un arapo cómico de sí mismo (de Truffaut), de los personajes que creó para interpretarse a sí mismo: al yo perdedor y algo mediocre (el Antoine Doinel del ciclo Doinel) que nunca se atrevió a interpretar ante la cámara puede que por ego, quizá por cobardía.

Tengo la impresión de que Bertolucci no se molestó mucho en pulir ese personaje secundario y dotarlo de una personalidad particular y propia en el seno de su película, más bien, parece que simplemente incrustó a Antoine Doinel en el film y dejó de preocuparse por cubrir ese campo. De ahí que su presencia en pantalla me produzca decepción y cierta tristeza (¿que ha sido de tu aura Jean? Ya no te queda nada, ni tan siquiera una mirada creíble, eres un muñeco articulado que ha aprendido de memoria los gestos y palabras que debe balbucear en cada caso, sin apenas molestarse en convertir en propio el más leve sonido que sale de su boca)

Otro tanto sucede en Los soñadores con Michael Pitt. Entiendo que pretendía que el rubio blanquiñoso cegador y repulsivo interpretase el papel de joven angelical algo bobalicón en cuestión de sexualidades por explorar y excesivamente ingenuo (puritano dulzón), pero Pitt, con su físico y algo más, se excedió.

Y a pesar de todo, nos gusta Bertolucci y seguimos conservando en la retina la imagen del joven Antoine Doinel corriendo hacia el mar como metáfora de la busqueda ingenua de una libertad ya castrada.