lunes, 17 de agosto de 2009

Y entonces me llamarán asesino

La ira es como la varicela: uno debe pasarla en el momento oportuno para que, aún sufriendo la enfermedad, sus consecuencias sean casi banales. La varicela es a los 8 una semana de cama e incomunicación; a los 40, una peligrosa incidencia. Así es la ira, se acumula, más aún en quien del pasado recuerda los golpes y del presente no espera más que patadas.

Llevo 22 años sobre la Tierra, en ninguno de ellos he vejado, martirizado, señalado o humillado a nadie. Al menos no de forma consciente y voluntaria -aunque quizá sea la "inconsciencia" la cueva en la que se esconden todos los criminales-.

Y sin embargo, en 22 años no ha habido otra constante que las miradas bobaliconas de los que creen constituir parte de una especie superior a la mía por tener un físico “correcto”. Dedos señalando al niño que sale a pasear con sus padres, comentarios jocosos sobre el joven que busca en una librería del centro de Vigo las páginas escritas por algún individuo capaz de transmitirle algo que no le transmite la sociedad –no siendo el asco, claro, con el que no puede dejar de ver a la gente, no digamos, al imbécil que cree encontrar en mí al cachorro cojo al que patear por divertimento; al sintecho al que quemar mientras se cobija en un cajero por placer-.

Ya han pasado 22 años y nada ha cambiado, siguen cayendo las mismas hostias, y nadie tiene ni la más mínima compasión.

La última vez que viajé a Vigo, en el tren, decidí sentarme en el espacio que hay entre los compartimentos de asientos, en las escaleras por las que se sube al vagón. Durante la media hora final del trayecto tuve que soportar los paseos de un grupito de skaters adolescentes que, levantádose cada cierto tiempo de sus asientos, pasaban por delante de mí en pequeños grupitos para mirarme, contener la risa, y, habiendo llegado al siguiente compartimento, estallar en carcajadas. Al llegar a la estación esperaron a que me bajara y, yendo unos metros por delante, me dedicaron sus más sarcásticas dentaduras. Aceleré el paso, me acerqué a ellos, se sorprendieron, atravesé al grupo y me fui: a veces logro contener la ira.

Vengo del cine. He visto Enemigo Público, película en la que se convierte en héroe a John Dillinger, un tipo que no aportó nada al conocimiento humano que no fuese cómo atracar un banco -aunque, tal y cómo está la cosa, no es descarto que tengamos que usar esa información para sobrevivir en un futuro próximo- . El filme, con altas dosis de la mierda pseudoromántica que nos acecha – ya no sólo por la relación amorosa entre el príncipe Dillinger y la Cenicienta guardarropas; también por el tono épico con el que se describen los atracos e huídas-, les encantó: han visto en Dillinger a un héroe. Entre los últimos golpes que, tal como se relata en la película, pretendía dar antes de retirarse, estaba el asalto a un tren que portaba las “nóminas de los trabajadores de las fábricas de …”. No recuerdo el nombre de la ciudad, pero la frase es literal. Héroe un individuo que vestía cual burgués que pretende llegar a aristócrata robando a los trabajadores: vaya mierda de héroe. Y a la salida, cómo no, comentarios estúpidos de un grupito de rubenescos idiotas que me señala, me sigue y se ríe.

Yo no he atracado bancos, no he matado a nadie, no he robado el sueldo de ningún trabajador para el “sindicato” – léase mafia-. Pero, el día en que me harte y, airado, mate a alguien, no dirán de mí que soy un “justiciero” que hago pagar con una vida 22 años de ignominia; no dirán que no soy más que un ser humano que, habiendo soportado la estupidez de la gente durante 22 años, ha estallado en un momento dado y vomitado lo que recogió durante toda su vida: odio.

Volverán a señalarme como lo hacen con los jóvenes que, hartos de las humillaciones de sus compañeros, entran en sus escuelas y revientan los cráneos de sus “humilladores” a balazos. También los de sus cómplices, los que callaron ante el maltrato.

Y dirán lo mismo: “¿pero en qué sociedad vivimos?”, “esta juventud ha perdido la cabeza”, “¿a dónde vamos a parar?”, “es una locura, los jóvenes ya no respetan nada”. Hablarán de una locura informe y exterior a ellos, de una reacción injustificable por brutal, callarán, como callan cuando ante ellos alguien es humillado. Con ello se convertirán en cómplices.

Pero cometen un error: el loco no está del lado de quien, harto, empuña el fusil – reacción natural: hostigar a un perro durante horas tiene como inevitable consecuencia la mordedura rabiosa-; la locura está del lado de quienes convierten en ejercicio diario la falta de respeto al diferente, al desconocido. Aquel que cree que puede abordar a alguien que no ha visto en su vida para insultarle. “Pero sólo para divertirse, claro”. Porque en el mundo que hemos construído sólo es violencia la que se expresa de forma física, la verbal no es más que palabra, y la palabra, hoy, no vale nada. Craso error. Hay palabras que despiertan ira, y ésta, una vez erguida, no suele volver a la cama si no es con las manos llenas de sangre.

Y me llamarán asesino. Porque el golpe rápido y certero del acorralado es criminal, pero el puñetazo diario de la chusma no es más que algo que uno debe sufrir estoicamente. “Ya sabes como son…”, “bah, no les hagas caso…”. Cuando están vivos reconocen en ellos lo que son, unos hijos de puta. Pero cuando los matas, manipulan la realidad y los convierten en personas –algo de lo que en vida nunca ejercieron- vilmente atacadas por un bestia, un loco. Adjetvos aplicados a lo largo de la Historia a la misma clase de ser: aquel que ha nacido diferente, aquel que se comporta de forma diferente, aquel que se aleja de la estulticia de la manada, aquel que pone en riesgo la capacidad de censura y coacción del grupo.

Soy consciente de todo ello. Pero ni lo comparto, ni lo acepto. Algún día no podré controlar mi abultada ira. Empezaré a soltar hostias al primer imbécil al que se le haya ocurrido creerse adecuado para juzgarme, mofarse de mí, o simplemente mirarme con la sonrisa bobalicona con la que suelen obsequiarme.

Y no podré parar, y probablemente acabará convertido en un saco de huesos rotos. Quien sabe, igual nunca se recupera.

Y entonces me llamarán asesino.

Pero yo, entre rejas, dormiré a gusto, pues la cárcel no será más que la semana de convalecencia tras la que llega la vitalidad de quien ha dejado atrás la enfermedad.