martes, 28 de octubre de 2008

Dietario voluble

"Cuando todo el mundo, menos Kafka, se ha vuelto ya kafkiano, aparece en el horizonte una categoría de seres, los enfermos erróneos, que buscan distanciarse de la locura oficial y tener una enfermedad propia, defender su singularidad ante el estridente y vulgar kafkianismo general. En ese enfermizo y distinguido grupo la posesión de un secreto personal intrnasmisible se lee como una señal de estar en la senda de los afortunados. Son el revés del ciudadano kafkiano habitual, individuo sin misterio."
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"Y hay momentos en los que, a causa de una alegría fúnebre que hay en la maraña de todo secreto, intuimos que esconder tiene un matiz de enfermedad distinguida y, además, de enfermedad afortunada, y hasta necesaria. Como si ocultar resultara esencial para recomponer nuestra maltrecha singularidad."
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"Ante la locuacidad del universo, disponer al menos de un secreto personal intransmisible y entenderlo como digno de buena estrella" (Manuel de Cunha, No hay nunca y en ningún sitio tiempo para esa palabra)
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"En un mundo que se ha vuelto uniforme, los enfermos erróneos, personajes de distinguida conducta enfermiza, se desmarcan de esa tendencia y se inscriben en la rareza de no ser kafkianos, lo que tiene su mérito en un mundo plagado de seres planos, sin secretos.

No es que a ellos, enfermos de sus enfermedades erróneas, no les quieran tender la mano los antepasados, el matrimonio y los descendientes. Pero es un hecho que les tienden esa mano demasiado lejos. Es lo mismo que le sucedía a Kafka, que sabía ver agazapada la enfermedad y dialogaba con ello. Hoy en día, una cosa así sólo saben hacerla los enfermos erróneos. Los otros, los contribuyentes del estado general kafkiano, llevan una vida sana y sin secretos, nada diferenciada, asombrosamente seca."


Vila-Matas dixit.
Crouzon entiende, comparte y suscribe.

viernes, 3 de octubre de 2008

Testudines

Despistado por haberlo convertido en un acto rutinario, fue brutalmente mordido mientras le echaba de comer. Su cuerpo, amaestrado en el desprecio del dolor apartó la mano del agua; su mente, aferrada a la necesidad de estimular al máximo las facetas de la masa gris, introdujo de nuevo la mano en el agua y buscó su boca, pegó un pequeño golpe en la reblandecida cabeza y obtuvo la airada reacción de un animal temeroso de la mano de Dios pero no de la de su amo.

Excitado por la dura contienda entre lo que dictaba su cuerpo amaestrado y aquello que deseaba su cerebro, por las tardes, al volver de la escuela y mientras su madre dormía, subía al desván, cerraba sigilosamente la puerta con llave y tras desnudarse metía la mano en el agua. Seguía con el dedo la mirada de la tortuga hasta que sus afiladas uñas rozaban su cara y mordía. Suspiraba con mesura para no despertar a la madre, observaba con pasión como se erizaba la delicada alfombra de bello que por aquel entonces recubría su cuerpo, dotándolo de una patina de color oro sobre la superficie de una en extremo bronceada piel.


Pasarían los años y acabaría convirtiendo aquel inocente juego infantil en una fuente de placer.

Desnudo en la tinaja en la que yacía el animal, lo rodearía con sus piernas, construiría con ellas una muralla franqueable solo por un lugar: aquella extraña masa de piel con pequeñas esferas que colgaba del punto donde las piernas del sátrapa perverso se juntaba y sobre la cual se erigía un adolescente pene rígido. Y volvía a experimentar lo que años atrás, pero en mayores dosis: la pequeña criatura clavaba sus uñas en el escroto, el pene se endurecía con tal fuerza que marcaba cual péndulo el ritmo cardíaco sobre su vientre y entonces, temeroso del dolor corporal pero ansioso por la explosión neuronal que provocaría, golpeaba con el miembro al animal, que noqueado por la dureza de la sangre ya casi coagulada, trababa el prepucio entre sus afiladas mandíbulas. Craso error por su parte, pues acabaría ciega, recubierta de la blanquecina masa gris viscosa, que, para decepción del joven, nunca se atrevería a lamer.


Nada es suficiente en cuestiones que atañen al placer, nada es pecado en cuestiones que atañen al placer, nada es vida donde no hay placer.


Lo único que merece la pena es morir de placer.