domingo, 10 de febrero de 2008

Ferrería


Deambulaba por las angostas cuestas del Pombal cuando un extraño ser me vino a la memoria tras ver a una bella dama de escote raudo en una puerta verde.


Hace años, en busca de una primera experiencia sexual, me acerqué a un lupanar olívico con todos los billetes que había conseguido acumular en Navidades: a penas 200 euros.


Acongojado por las imágenes que atacaban mi vista (pastores católicos señalando con el dedo desde el cielo al infiel pecador que cayó en manos del deseo carnal, Jesucristos acusadores cual pantocrator pétreo del Pórtico de la Casta Gloria, la mismísima Madre Teresa de Calcuta rasgándose las pálida vestimenta como señal de furia ante el que prefiere desahogar sus miedos a base de eyaculaciónes antes que la castración por el bien de la humanidad, vecinas de paño negro en la cabeza y mantilla de domingo azotando en la puerta de la iglesia de Santa Marina al joven promiscuo para después degollarle con los siete puñales que atraviesan el corazón de la Dama Protectora de la parroquia ...), acongojado -decía- apuré el paso y con el estómago hueco de moral me adentré en una casona vieja, de pequeños arcos de medio punto en cada puerta y ventanas ojivales.


Era la más joven. La Puta Madre no se atrevía a utilizarla con sus clientes pues tenía miedo de que la destrozasen, y ante la oportunidad de que un joven adolescente dócil y temeroso le abriese las puertas de la más vieja de las deshonrosas profesiones, me concedió el derecho a disfrutar de sus servicios sin pagar por ellos.


La desnudó y la tumbó en la cama. Después de asirme el pene con eficacia y hacerme prometer que no le haría ningún daño, que no la culparía o humillaría a base de golpes en caso de que no sintiese el placer que había ido a buscar entre las piedras chorreantes de humedad de aquella habitación, nos dejó solos.


Presa del pánico, me quité la camisa y los pantalones que pendían de los tobillos y me lancé sobre ella. La penetré con fuerza buscando un abismo y me topé con un fondo extraño: una especie de boca dentro de otra boca, un agujero dentro de otro agujero, un espejo dentro de otro espejo. Pero no paré hasta que, acariciándome la espalda, me dijo:


- No le hagas daño, es lo único que me queda.

- ¿Te hago daño? - pregunté ruborizado por mi actitud más bien propia de un cabresto.

- No, a mí no, a él.

- ¿A él?, ¿a la vagina quieres decir?, ¿al coño?

- No, a él. Le estás haciendo daño. Mi pueblo acabó con él porque era del enemigo, yo le rescaté y le traje conmigo porque le quiero. Y ahora lo aplastas.


No entendía nada. Sólo que le estaba haciendo daño, que la había lastimado, y aunque no había saciado mi curiosidad vaginal, me aparté de ella.


Entonces lo vi. Menudo, con una lacia melena negra y la piel acartonada.

Convertido en asta, mi pene erecto era coronado por una diminuta cabeza reducida.


Seguí caminando entre escalofríos. Oscurecía y la Alameda recibía a los visitantes nocturnos con escaso entusiasmo. Un poco más allá de la espesa masa de árboles, un joven estudiante proletario daba vueltas alrededor de un edificio, a la espera de que algún viejo en busca de un último placer le solicitase una mamada fugaz por 40 años de represión en la ciudad de las sotanas.

Tuaynemejau

Divago entre salto y salto de rata.
Las Ventanas arañan calles lúgubres en estancias muertas de soledad vaginal.
"Unha lapa lene, unha candelexa" coa que quecer as neuronas das afrodisíacas madrugadas temperáns.
Rozadura dunha man inerte nun caixón vacío dunha mesilla flácida nunha habitaión.
¿Y qué más dá si no eres auténtica?, los sueños, sueños son.
Qué importa que en la mañana no encuentre de ti más que un leve recuerdo y un charco de placer.
Me ahogo entre los suspiros de turcos ensueños.