domingo, 20 de julio de 2008

Las tribulaciones del veraneante Cröuzon


El verano es como un filme de Dreyer, pesado, irritante, monotemático y débil en lo que respecta a las vivencias esenciales humanas.


El cuerpo mantiene las constantes vitales, pero centra toda su atención en la expulsión del sudor por las porosidades del tejido que cubre nuestros órganos cual bolsa de plástico que los gordos acomplejados (entre los que no me incluyo, pues presumo de abundante barriga señorial) se enrollan a la cintura antes de salir a correr por los parques públicos, pensando ingenuamente que con ello reducirán las grasas que cubren su abultado paquete intestina.


[Pretendo, con esta lamentable comparación, presentar la piel como elemento que coarta la autonomía de los cuerpos internos, aprieta y encarcela la masa sanguinolienta de la que depende nuestra vida].


Así funciona nuestra piel, calienta los líquidos almacenados y cuando estos llegan al punto de ebullición, las microscópicas compuertas,


[Consejo que puede no tenerse en cuenta: ojo, microscópicas, que ningún adolescente desesperado en la búsqueda de un amor de verano intente introducir su pene por ellas para satisfacer sus más íntimas y apremiantes necesidades psicológicas, pues, si la suerte le acompaña en la vida, el volumen de su pene es mayor que el agujero de salida de los líquidos mencionados. En todo caso, si ello no es así y puede permitirse el lujo de masturbarse con sus porosidades corporales debido a la estrechez de su miembro, recomendamos que no realice tal ejercicio, pues la insatisfacción de eyacular en el interior de uno mismo es mayor que la de expulsar el sedimento amoroso que almacenan los testículos al aire, (perfumándolo de dicha manera), y no a la irregular bóveda femenina, infinito túnel anal o cascada buco-gastrica, allá cada cual con sus preferencias de exploración anatómicas ]


a través de las que nuestros órganos internos acechan al mundo exterior, se abren silenciosamente para dejar correr lagrimillas viscosas que se adhieren a los ropajes y nos señalan olfativamente en medio del gentío, humillándonos ante la mozuela de pechos abundantes a la que pretendíamos invitar a pasear por los festivos vericuetos que la turba de ancianos y adolescentes pijos confecciona en el atiborrado autobús. A ninguna dama le gusta el ácido sabor de la sudoración.




Y movemos pesadamente nuestro cuerpo de silla en silla y de rincón en rincón, como los protagonistas de las Dreyéridas,


[Con dicho término, pretendo señalar jocosamente la magnanimidad de los filmes de Dreyer, acercándolos a creaciones artísticas encumbradas por los amantes de lo monumental, como puedan ser las Geórgicas. Más, puede que con ello, sólo consiga hacer el ridículo o mostrar mi incultura, efecto no perseguido de forma voluntaria, pero que, desgraciadamente, todo escritor novel acaba sufriendo]


buscando el lugar adecuado para echar a pastar nuestras posaderas sin que el cañón que las divide en dos mitades semiesféricas se convierta en el amazonas de nuestra coraza, en el mayor río de sudoración jamás visto, que dirige su abundante caudal hacia el modesto perineo, amenazando con ahogar la zona escrotal y hacer hervir en sangre los cuerpos no-exactamente-esféricos que alberga la bolsa que en dicho lugar ha de encontrarse. Pero la naturaleza sigue siempre sus impulsos, y al final de la dura jornada de resistencia, hemos perdido la batalla.


Llegada la noche, nuestros ejércitos, enfundados en sus blanquecinos uniformes, se despliegan a ras de tierra: heridos unos, moribundos otros, muertos los muchos, intentando levantar sus grandes y pesadas cabezas aquellos que quieren encontrar con la mirada, antes de fenecer, al fiel amigo con el que anhelaban atacar al óvulo díscolo que, cual Quijotes al borde de la ensoñación, habían idealizado. Pero nunca encontrarán a su bella Dulcinea, nunca atravesarán su esponjoso cuerpo para crear en su interior a esos diminutos seres repugnantes (niños les llaman los adultos), pues el verano se ha interpuesto trágicamente en su camino.


He intentado cortarme las venas, pero es inútil. Sé que cuando lo haga, un ejército de sudorcitos acudirá raudo al lugar del crimen y taponará la fuga mortal. Y con ello conseguiré únicamente añadir otro extraño bulto a mi cuerpo, otro elemento bizarro más dispuesto a ser objeto de los múltiples chances humillantes de esa sociedad nauseabunda de la que tanto me acuerdo cuando visito el museo de Bombas Atómicas de Nagasaki. Una pena que en dicho organismo cultural no permitan el préstamo domiciliario de tan bellos ejemplares, como sí hacen en las bibliotecas públicas del país alargado. ¿Acaso temen una última y verdadera revolución cultural?


[Aclaración final: Dreyer era nórdico, por eso nunca supo que sus películas eran una representación de los sufrimientos corporales que provoca el calor en el resto del mundo. A través de sus creaciones fílmicas, los del Norte pueden vivir en el cine una especie de recreación de la tortura que supone para un sureño la llegada del periodo estival. Sin duda, una de las grandes aportaciones del director a la cultura sadomasoquista de los fríos países cuasi-polares]


Disculpen las molestias mis queridos compatriotas del país de los extraños.