miércoles, 2 de junio de 2010

Aborrecimiento de la estulticia



Uno tiende a encabronarse ante las primeras estupideces que le asaltan a lo largo de la vida. Pasado el tiempo, la estupidez es el magma que te rodea y del que con sigiloso movimiento intentas escapar, aunque siempre acabas cayendo. Y llega un día en que la estupidez ajena, aquella que se repite de forma cíclica pero sin que haya evolución en el giro de la espiral, lo único que provoca es lástima y desazón, pero ya ni tan siquiera quedan fuerzas para enfadarse. Como el enésimo suspenso del hijo repetidor, uno hace todo lo posible por creer que algo puede cambiar, pero cuando sucede de nuevo lo que siempre sucede, no nos queda más que reconocer que fuimos nosotros quienes pusimos la venda ante nuestros ojos, y no precisamente la de la justicia. Es una pena que de un pueblo que ha dado tanto al mundo sólo podamos vislumbrar la estupidez de quienes se han creído los justos herederos de David cuando actúan como energúmenos Goliats que ya no recuerdan palabras de la Torah tan importantes como la piedad y el perdón.

El pueblo de Israel no tiene otro de quien liberarse que de sí mismo: de la cultura de la persecución, el miedo y el asedio. Cultura de la que no es culpable, pero contra la que debería empezar a luchar si quiere seguir haciendo brillar en el mundo mentes privilegiadas en los próximos siglos.

No se puede llegar a la madurez teniendo miedo a dormir con la luz apagada.



[De todas las representaciones de la lucha entre David y Goliat ésta es la única que he tenido el placer de ver con mis propias gafas, y puedo jurar que ante el cuadro, uno teme que la cabeza del gigante se le caiga a los pies y manche de sangre los zapatos. Por supuesto, Caravaggio.]